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El cazador de sombras
Un agente de los Estados Unidos infiltra los mortales carteles criminales de México
Table of Contents
About The Book
Vivir bajo una identidad ficticia y arriesgar su vida eran parte del trabajo diario de Hipólito Acosta, agente del gobierno de los Estados Unidos. Trabajaba regularmente en operaciones clandestinas de gran importancia, infiltrando las bandas criminales de contrabando de inmigrantes y los carteles del narcotráfico mexicano.
Las investigaciones de Acosta son legendarias tanto entre las autoridades como entre los miembros de los carteles criminales que contribuyó a neutralizar. Acosta se hizo cruzar ilegalmente de México a Chicago en un camión lleno de inmigrantes pobres; se ganó la confianza de una banda internacional de falsificadores; se mezcló con algunos de los narcotraficantes más sanguinarios de México; y fue el objetivo de numerosos complots de asesinato por parte de los criminales a los que envió a la cárcel.
El cazador de sombras se lee como una novela policíaca. Este libro, más que un viaje por los bajos fondos de la frontera entre México y los Estados Unidos, es una conmovedora revelación de lo que tiene que sobrellevar un agente para garantizar que la ley se aplique y para mostrar el lado humano de la inmigración.
Excerpt
Jugando al pollo de Juárez a Chicago
EL FRÍO DEL río recorrió mi cuerpo como una descarga eléctrica. La noche estaba oscura y sin estrellas, y el agua subía hasta mi cuello. Sentía que me sofocaba, el frío del agua y el aire me dejaban sin respiro.
Mi miedo se convirtió en pánico cuando la corriente amenazó tragarme. Había avanzado demasiado en el río para regresar y no estaba suficientemente cerca de la otra orilla para sentir confianza. Nuestro zalamero guía se movía sin esfuerzo en las rápidas aguas del Río Grande pero no se molestó en darnos ánimo. Había hecho este viaje muchas veces.
Era su forma de vida. Detrás de nosotros, más cerca de Ciudad Juárez, divisé lo que parecía ser un grupo de mujeres y niños. Los más jóvenes viajaban en los hombros de los mayores. Sabía que no pertenecían a nuestro grupo, pero todo el que llegaba hasta acá se encontraba exhausto tras días de viaje desde Centroamérica y otras partes de México para alcanzar el Río Grande. Estaban arriesgando la vida de todos los miembros de su familia en las implacables corrientes. Entre cuatrocientas y quinientas personas se ahogan cada año intentando cruzar el Río Grande, que constituye la frontera entre México y Estados Unidos, pero muchas de las muertes no son oficialmente informadas o registradas.
Pensaba en mi joven esposa e hijos esperando en Chicago mi regreso tras esta misión, tal como los inmigrantes que me seguían debían estar pensando en la familia que dejaban atrás. A nuestra manera, todos queríamos lo mismo. Simplemente, yo había nacido y crecido en el otro lado del río, aquel lugar por el que estas personas arriesgaban todo, incluso la vida.
Yo había viajado cinco días antes a Ciudad Juárez como agente secreto del gobierno de Estados Unidos. Mi tarea era infiltrar una red de tráfico ilegal de seres humanos... era la primera vez que nuestra agencia intentaba una misión de este tipo. Me había visto obligado a reconocer que nuestros esfuerzos para capturar y deportar a los ilegales en Chicago no estaban teniendo ningún resultado, y yo estaba resuelto a hacer algo más proactivo: rastrear a los contrabandistas mismos en el punto de inicio de sus negocios.
Uno de tales lugares era el Bar La Rueda, un sitio abarrotado, lleno de humo, en una calle atestada de establecimientos similares en el centro de Juárez. No me tomó mucho tiempo encontrarlo. Según mis investigaciones previas, era uno de los principales lugares de contacto entre contrabandistas y pollos en Juárez. Se diferenciaba de los otros establecimientos de mala muerte de la zona por su estridente y feo color verde lima, y la inmensa rueda de vagón que colgaba sobre la entrada lateral. Los clientes mexicanos y americanos que holgazaneaban a la sombra en la acera, tomaban cerveza fría o tequila. La mayoría ignoraba totalmente las maquinaciones y negocios de tráfico de migrantes que se realizaban en su entorno.
Ciudad Juárez, México, es una ciudad pobre, sucia y peligrosa. Fue fundada en 1659 por exploradores españoles, pero su población se multiplicó en la década de 1970 cuando oleadas de inmigrantes mexicanos comenzaron a llegar de todo el país con la esperanza de conseguir trabajo en las plantas ensambladoras —conocidas como maquiladoras— de propiedad de los americanos.
Estas plantas contrataban obreros mexicanos para fabricar productos con materias primas americanas, una situación en que todos ganaban sin necesidad de cruzar la frontera: los obreros mexicanos y los propietarios de las inmensas granjas agrícolas americanas. A pesar de los miles de empleos seguros pero mal pagados que ofrecían las maquiladoras, los mucho más lucrativos negocios de drogas, prostitución y tráfico de personas atrajeron a gran cantidad de criminales despiadados a la ciudad. Juárez es una ciudad fronteriza que derivaba lentamente hacia la ilegalidad.
La vida nocturna de la ciudad no se vio afectada. Los americanos atravesaban por uno de los tres puentes fronterizos de control entre El Paso y Juárez para pasar una noche de diversión barata en la “Franja de Juárez”, una zona con más de cincuenta bares y clubes nocturnos ofreciendo bebidas, baile, comida y sexo. El Bar La Rueda siempre fue un destino especialmente popular.
Yo había visitado Juárez dos noches consecutivas para vigilar el lugar. En ambas ocasiones el antro era un hervidero de actividad: lleno a reventar de locales, prostitutas luciendo diminutas faldas y exhibiéndose con sus clientes, y borrachos en diversos grados de intoxicación. Yo me hacía pasar por un pollo. Un pollo es una persona que busca ingresar ilegalmente a Estados Unidos. Muchos en Estados Unidos se refieren a ellos despectivamente como los wetbacks (espaldas mojadas). Se los denominaba pollos por la forma en que siguen al contrabandista como pollos asustados a punto de perder la cabeza. Siendo hispano, mi disfraz no me exigía gran esfuerzo.
En mi investigación previa a la misión, había reunido suficiente información de informantes de la calle en Chicago —donde tenía mi sede— para saber que La Rueda era uno de los principales centros de contrabando de extranjeros. Como pollo, yo era el eslabón más bajo en la cadena alimenticia de dicho tráfico. Otros agentes se habían hecho pasar anteriormente por pollos pero solo en operaciones en Estados Unidos y con respaldo. Ningún agente había infiltrado una red de contrabando en México y, menos aun, solo.
Mi misión secreta me daría una visión real del funcionamiento de una organización de tráfico ilegal de personas que me facilitaría identificar a los líderes de la red y desmantelar la organización una vez reuniera suficiente evidencia. Estaría tratando directamente con los principales contrabandistas. También tendría que soportar el terrible viaje que miles de inmigrantes ilegales hacían a diario, arriesgando sus vidas para escapar de la miseria y pobreza de su tierra natal.
Llevaba varios años trabajando en la oficina de Chicago —fundamentalmente deportando ilegales— algo frustrante por decir lo menos. La deportación no es más que un inconveniente —nunca un elemento disuasorio— para las personas desesperadas. Yo sabía que los extranjeros deportados estaban de regreso en las calles de Estados Unidos a más tardar una semana después. La deportación es una reacción ante los extranjeros que ya habían cruzado la frontera. Pero lo que más me preocupaba era el negocio de contrabando de humanos que los llevaba hasta allí.
La Unidad Anti-Contrabando había sido tan solo un nombre hasta que mi colega Gary Renick llegó a Chicago dos años antes que yo. La unidad no tenía agentes asignados exclusivamente a ella, pero tenía un objetivo prioritario: la familia Medina. Los Medina eran un sindicato de traficantes de migrantes y drogas, extremadamente cerrado e impenetrable, bien conocido por los agentes del Servicio de Inmigración y Naturalización en Chicago y El Paso. Su lucrativo negocio funcionaba entre Juárez, en México, y Chicago y yo tomé la decisión de hacer lo que fuera necesario para destruirlos, incluyendo pasar a la clandestinidad en México para infiltrar sus operaciones en el origen de las mismas.
La misión puede haber sido imprudente pero no teníamos un modelo a seguir. Nos encontrábamos totalmente frustrados con los procedimientos normales de inmigración que estaban, francamente, estancados y eran poco efectivos —como intentar curar una hemorragia con una curita. Ansiábamos ensayar algo diferente. Nuestra información decía que los Medina usaban el Bar La Rueda como base para sus operaciones de contrabando y narcotráfico, así que ese era el lugar en el que podría establecer contacto con la familia.
Volé a El Paso con varios días de antelación a la fecha establecida para la operación. Mi hermana Minnie y su familia viven allí, así que me hospedé en su casa. Aproveché el tiempo para hacer un reconocimiento de la zona de Juárez que era mi objetivo.
La Rueda bullía todas las noches. Durante mis dos días de reconocimiento, había visto campesinos reunidos en la calle probablemente decidiendo quién entraría a negociar. Eventualmente, uno de ellos se dirigía al bar y regresaba con el contacto. El dinero cambiaba de manos en la calle sin que nadie se preocupara por ser arrestado.
Los uniformados mexicanos también ingresaban al bar y salían riendo y bromeando. Tenían que estar involucrados también, probablemente recibían sobornos.
Brutos al volante de inmensas camionetas iban y venían toda la noche. Los vi descender de sus vehículos luciendo armas calibre .45 en sus cinturones. Eran, obviamente, fichas clave del negocio de drogas que también funcionaba en el bar.
Mis jeans viejos y una camiseta desteñida lucían como los de cualquier trabajador mexicano, pero mi corte de pelo era un problema. Antes de esta misión, había acorralado a varios grupos criminales en Chicago y, para ello, me había dejado crecer un afro. Dicho corte pasaba desapercibido en las calles de Chicago pero no estaba seguro de que lo mismo sucediera aquí. Afortunadamente, en la multitud de inadaptados nadie me miró dos veces.
Pedí a mi hermana Minnie y su esposo Dick Hartnett que me dejaran a unas manzanas de La Rueda. Minnie siempre había sido un pilar de fortaleza en la familia y estar con ellos, cuando me preparaba para ingresar en ese mundo de sombras, era reconfortante. Aunque la misión que comenzaba era peligrosa, no había riesgos en el hecho de que Minnie y Dick me llevaran a Juárez. Los viajes durante el día a El Paso y otras ciudades de la frontera sur de Estados Unidos eran algo común debido a que los precios eran muy buenos en México. Además, me consolaba saber que un miembro de mi familia sabría dónde buscarme si me topaba con problemas.
Guardamos silencio mientras atravesábamos el Puente Internacional con destino a Juárez. Al acercarnos a mi destino, la voz preocupada de mi hermana rompió el silencio:
—¿Realmente necesitas hacer esto? —preguntó suplicante—. Y, ¿si te pasa algo? ¿Quién estará allí contigo?
Antes de que pudiera responder, mi cuñado saltó en defensa de mi decisión.
—Él sabe lo que está haciendo —aseguró—. Alguien tiene que hacerlo. Estará bien.
—No te preocupes —sonreí mientras colocaba mi mano en el hombro de mi hermana. De debajo de mi asiento extraje una pequeña bolsa de ropa vieja que había preparado para mi aventura. Llevarla haría parecer más convincente mi papel de alguien que ha estado de viaje por México. Mi hermana me observó mientras descendía de la camioneta. Desde la acera la vi alejarse... aquí comenzaba el show.
Crucé la calle e ingresé a La Rueda por la puerta lateral. Además de mi corte de pelo, mi español tex-mex no era el de un nativo mexicano así que tendría que ser cuidadoso con lo que decía. Esta gente no dudaría en asesinarme aun si me identificaban como agente del gobierno americano.
Avancé nerviosamente entre la multitud hacia la barra en forma de herradura. Me habría sentido mejor estando acompañado, pero habíamos tomado la decisión de que iría solo debido a restricciones de presupuesto. Mis ojos se adaptaron lentamente a la penumbra. Los únicos clientes visibles a través del humo de cigarrillo eran las prostitutas. Sonaba una de mis canciones favoritas, “Tragos de amargo licor” de Ramón Ayala, pero las risas impedían entender la letra y nadie ponía atención. Me apretujé entre dos matones que tomaban tequila con un par de señoritas y me senté en un taburete en la barra. Coloqué mi mochila a mis pies. Tenía conmigo, en el bolsillo derecho trasero, una pequeña Derringer calibre .25.
Sin decir palabra, uno de los cantineros se acercó a mí desde el otro lado de la barra. Pedí una cerveza y coloqué en la barra un billete de veinte dólares.
—Me llamo José Franco. Busco a alguien que me lleve a Chicago —le dije. Escogí el apodo José Franco porque me era fácil recordarlo. José era un nombre común en México y Franco era el segundo nombre de mi padre.
El cantinero sirvió mi cerveza y tomó mi billete. Cuando regresó con el cambio, exigió saber quién me había enviado.
—Cuando pregunté en la estación de autobuses cómo llegar al norte, alguien me dijo que viniera aquí —respondí, pasándole diez dólares del cambio.
—Espere —me dijo— veré qué puedo hacer. Cuando entre alguien que le pueda ayudar, le avisaré.
Mientras observaba los rostros en el bar, sentí sanas dosis de miedo y respeto por el lío en que me había metido. Tal vez mi nerviosismo contribuyó a convencer a los contrabandistas de que era un verdadero pollo. Estaban acostumbrados a ver la angustia en el rostro de los campesinos desamparados que ponían sus vidas en sus inescrupulosas manos.
Tenía que proceder con cautela. Esperaba ser escogido por alguno de los miembros del clan Medina, pero escoger al coyote que acabaría haciéndose cargo de mí estaba fuera de mis manos, como tantas otras cosas en esta misión. Llevaba conmigo un poco de dinero más del que necesitaba y no tenía ninguna insignia o respaldo en caso de tener problemas. Bebí mi cerveza y observé con fingida indiferencia a la multitud. Vi unos cinco o seis pollos entrar y salir del bar tras hablar con un pequeño grupo de hombres, presumiblemente coyotes.
Dos horas después pensé que el cantinero se había olvidado de mí o me engañaba. Quería acercarme a un grupo de coyotes por mi cuenta pero decidí que sería mejor tener paciencia. Finalmente, cerca de la una de la mañana, noté a tres hombres conversando en voz baja con el cantinero. El cantinero señaló a varias personas sentadas en el salón y, por último, me señaló a mí. Cada coyote escogió un pollo y se le acercó. El hombre que se dirigió hacia mí había estado en medio del pequeño grupo cuando ingresaron al bar. Era más bajo y delgado que los otros dos pero, sin duda, era el líder del grupo. Lo reconocí. Era José Medina, uno de los principales miembros de la familia Medina. Lo había logrado.
—Oye güey, me dicen que quieres ir al norte —exclamó con un gesto arrogante.
Acordamos un precio y le informé que pagaría el total cuando llegáramos al destino.
José esbozó una sonrisa sarcástica en su duro rostro:
—No amigo, tienes que pagar la mitad del dinero por adelantado y ya. Claro, si quieres ir...
Dudé, haciéndome el que contemplaba mis opciones.
—Mira, tienes que confiar en nosotros —agregó Medina y procedió a explicarme el sistema. Los pollos eran despachados dependiendo de una combinación de factores: destino, personas en el grupo y orden de llegada. No había ninguna posibilidad de que yo partiera inmediatamente, pero de todas maneras tendría que acompañarlo a cierto lugar si estaba interesado. En el mejor de los casos, haría el cruce en uno o dos días.
—No te apures güey, tiene mi palabra —prometió—. De todas formas siempre me encuentro aquí.
Los líderes del clan Medina obligaban a los pollos a hacer un pago inicial y comprometerse. Le entregué a José Medina mis billetes y pedí otra cerveza. Dos compañeros se unieron a José y le pasaron generosamente varios billetes de veinte dólares al cantinero... su comisión.
Terminé mi cerveza y me puse de pie cuando José nos lo indicó a mí y otros de sus “clientes”. Nos guió en dirección a una camioneta estacionada cerca. Yo había escuchado demasiadas historias sobre inmigrantes que pagaban las tarifas y luego eran llevados en vehículos a unas cuantas millas de la ciudad para ser golpeados, robados, abandonados o asesinados al lado de la carretera. Muchos desaparecían. Aun así, me subí a la camioneta con los otros pollos.
Para mi alivio, nunca abandonamos la ciudad. Fuimos directamente al Hotel El Correo, un establecimiento de mala muerte a diez minutos de La Rueda —a esa hora, cuando las calles están desiertas. El vestíbulo, poco iluminado, se encontraba invadido por veinte hombres, mujeres y niños, listos para comenzar su viaje tan pronto llegara el guía y las camionetas. Pasamos frente a una pequeña recepción y un anciano que dormía con la cabeza apoyada en el mostrador. Si era empleado del hotel, no se estaba tomando la molestia de registrar a los huéspedes.
El término “hotel” era poco apropiado. El Correo no era un hotel de guía turística. Era un centro de distribución del tráfico ilegal de personas, utilizado por varios traficantes de Juárez. Al igual que otros establecimientos de este tipo, las actividades que se realizaban allí eran bien conocidas y aceptadas por las autoridades, quienes también recibían parte de las ganancias del negocio. Algunas veces realizaban batidas en los hoteles para sobornar a los migrantes, pero lo normal era que los traficantes les pagaran por mantenerse alejados. En el interior, quince o veinte personas dormían en el suelo, ya fuera sentados en sillas de metal o recostados contra una pared usando sus mochilas como almohada. Otras cinco personas se amontonaban en una cama sencilla en medio de la habitación. Nadie se molestó en mirar dos veces a nuestro grupo cuando ingresamos con José. Nos acomodamos como pudimos, pasando por encima de las personas que estaban en el suelo. Al ver a José, las mujeres estrechaban a sus hijos contra su pecho.
Me dirigí a un rincón ocupado por un joven que dormía sentado. Cuando apoyé mi mano en la alfombra para sentarme a su lado, descubrí cucarachas, pulgas y chinches dedicados a su parásita misión. Afortunadamente, media hora después de sentarme, un contrabandista abrió la puerta y llamó a cuatro pollos por sus nombres. Uno de los hombres se puso de pie y yo ocupé su silla. Prefería descansar y dormir en la silla y no en el suelo pero, a pesar de ello, cuando partí dos días después, seguía con picazón de pies a cabeza.
Dormir periodos largos era imposible debido a la incomodidad y el ruido. Tan pronto algunos de los compañeros de habitación salían para ser despachados a través de la frontera, llegaban nuevos grupos a reemplazarlos. Cada dos o tres horas, un contrabandista abría la puerta y llamaba por su nombre a unos cuantos pollos que recogían nerviosamente sus exiguas posesiones y lo seguían en menos de dos minutos. Para la segunda noche, ya me había adaptado a dormir todo lo posible antes de caer de mi silla.
Para el tercer día, yo era uno de los veteranos en la habitación. Tomé una ducha fría, la única posible en El Correo. A pesar del frío de noviembre, me hizo sentir bien. Me enjaboné y enjuagué rápidamente, me sequé y volví a vestirme con mis ropas sucias, sintiéndome un hombre nuevo. Nunca había estado cautivo y me había sorprendido lo pronto que la libertad se disuelve en la oscuridad y desesperación. Una breve ducha fría fue suficiente para recordarme cuánto agradecía mis libertades, sin importar su magnitud.
Durante tres días había estado observando los rostros detrás de las historias que se contaban en la habitación. Los sacrificios que habían hecho para llegar a Estados Unidos eran aterradores e increíbles. Algunos ya habían vivido allí pero habían sido deportados tras ser descubiertos por nuestras autoridades de inmigración. Otros hacían la travesía por primera vez. Cada uno tenía su propio sueño americano; educación para sus hijos, alimentos para la familia y, tal vez, un viaje a México para visitar a los parientes, si se presentaba la oportunidad. Un hombre joven anunció que se alistaría en el ejército americano para probar que era capaz de sacrificar su vida a cambio de la oportunidad de ser ciudadano estadounidense.
Algunos hablaban sobre el cruce del río y me sorprendió que no sintieran más miedo. El principal tema era lograr cruzar el río y alejarse de la frontera tan rápidamente como fuese posible. Para ese momento ya no había marcha atrás. El miedo se reservaba para los familiares aun en el pueblo, sin frijoles o tomates en la huerta, al borde de la inanición y con un futuro sombrío marcado únicamente por el continuo ciclo de enviar a sus miembros al norte y darles esperanzas. En comparación, las raudas corrientes y los poco confiables guías parecían amenazas menos serias.
Muchos de los inmigrantes habían tomado dinero prestado con exageradas tasas de interés solo para poder hacer el pago inicial del viaje. Los parientes que los esperaban al otro lado pagarían el resto de la tarifa cuando llegaran. Niños tan pequeños como los míos, de edad preescolar, se acurrucaban con sus madres, ajenos a los peligros que les esperaban. Recé para que todos lográsemos reunirnos con nuestras familias, sin importar el resultado del caso que investigaba.
Tras tres interminables días con sus noches, en una habitación privada de todo e invadida por el olor de cuerpos humanos y orina, José Medina entró y gritó dos nombres: José Franco y Alejandro Cortez. Un hombre moreno, de hombros anchos y un bigote juvenil se puso de pie conmigo y se limpió las manos en sus ya mugrientos jeans. Le había oído decirle a otro pollo que él se dirigía a Chicago a hacer dinero para enviarle a su madre y sus cinco hermanos menores que sobrevivían de la limosna que les daban otros parientes también cortos de dinero. Su padre había seguido esta misma ruta cuando la exigua producción de la granja ya no alcanzó para sostener a la creciente familia. Desafortunadamente, nunca volvieron a saber de él y probablemente fue uno de los muchos que mueren en el camino, nunca son identificados y quedan sepultados por cientos en tumbas sin nombre a lo largo de la frontera.
Tomamos nuestras mochilas y, en silencio, seguimos a José hasta una pequeña camioneta en la que se amontonaban por lo menos otros diez pollos y guías en los asientos traseros. Nos dirigíamos hacia Zaragoza, un polvoriento pueblo en las afueras de Juárez plagado de hoteles baratos y bulliciosos bares. Unas pocas millas antes del pueblo, nos detuvimos en un punto conocido como “la curva”, donde el río se curva oscureciendo la vista de la orilla opuesta. Yo conocía bien este punto. Los agentes de fronteras estadounidenses patrullaban agresivamente su orilla en las noches, arrestando a tantos contrabandistas y sus cargas como les era posible. Desde luego, muchos aprovechaban cuando los agentes se encontraban atareados y salían disparados; como conductores que rebasan a un policía que multa a otro. Los bandidos en el lado mexicano se aprovechaban de los insensatos que se lanzaban a cruzar el río sin un coyote a su lado. Se sabía que los contrabandistas conspiraban con estos ladronzuelos, señalándoles a aquellos que creían llevaban bastante dinero u objetos valiosos.
Se ordenó a todos, excepto a Alejandro y a mí, que abandonaran la camioneta. José era el jefe de los coyotes del grupo y se encargaría de nosotros. Nos explicó que nos dividiríamos en grupos más pequeños para llamar menos la atención. La camioneta avanzó unos cientos de metros antes de estacionar tras unos arbustos. José, Alejandro y yo nos bajamos y la camioneta continuó su camino con las luces apagadas.
El aire gélido de la noche me golpeó como una ráfaga tras el húmedo ambiente de la camioneta. La temperatura del desierto estaba cerca de los 32 grados. Nos dirigimos lentamente hasta el río y nos despojamos de nuestras ropas hasta quedar en ropa interior. Metimos nuestras ropas en las mochilas y las sostuvimos sobre la cabeza. Mi pistola estaba a salvo, enrollada en mis jeans. Luego, seguimos a José Medina hasta las gélidas aguas del Río Grande.
Reuniendo todas mis fuerzas seguí adelante. Me encontraba en perfectas condiciones físicas pero, aun así, a duras penas podía con la fuerza del río. No sabía mucho sobre la resistencia de Alejandro, pero parecía defenderse bien. Cruzar nos tomó unos diez minutos interminables.
Alcancé a ver en la distancia una patrulla verde de fronteras estadounidense, pero nosotros nos encontrábamos tras el dique y la patrulla iba en la dirección opuesta. Nuestro coyote conocía bien su trabajo.
José no necesitó tiempo para recuperarse. Yo esperaba tener unos minutos para descansar pero José se aproximó y me golpeó en la mejilla con el pie. Mi odio hacia él aumentaba por segundos.
—Vístase —me ordenó.
Me había concentrado tanto en seguir con vida que había olvidado el frío hasta que comprendí que estaba temblando. Me vestí rápidamente y me reuní con José y Alejandro.
—Vámonos antes de que la patrulla regrese —nos indicó José en voz baja.
Siguiéndolo, corrimos alejándonos del río y en dirección a las luces de El Paso, atravesando la peligrosa franja de carretera conocida como la Autopista de Frontera. Además de estar fuertemente vigilada, la autopista interestatal de cuatro carriles tenía en su haber un preocupante número de muertes de peatones: inmigrantes que habían logrado atravesar el Río Grande pero no la autopista.
Habían pasado tres días desde que hiciera mi primer contacto con José Medina. Había tenido que esperar en un hotel de mala muerte lleno de pulgas, cruzar un frígido y rápido río, y atravesar una autopista interestatal, todo para cubrir una distancia de menos de una milla... una caminata de veinte minutos en condiciones normales. Había viajado una distancia tan corta que, cuando llegamos a la sede de los Medina, aun podía ver las luces de los carteles publicitarios de Juárez al otro lado del río.
La diminuta casa de la granja estaba justo al lado de la autopista, separada de ella tan solo por una alambrada. José nos ordenó pasar por encima de ella y diez segundos después nos encontrábamos en el escondite de la familia. Ingresamos al 5500 de Flower Street por un porche iluminado en la parte trasera. Según el reloj de la cocina, eran las 4 a.m. Guadalupe Medina, la madre de José y matriarca de la familia, nos esperaba al lado de la estufa, hirviendo una olla de frijoles. Nos saludó con un gruñido. Era una mujer fornida, fuerte para sus cincuenta y ocho años. Su oscuro cabello liso estaba atado con un gancho en la nuca, su falda ancha le caía debajo de las rodillas. Cuando le pedí algo de comer, se negó.
—Comemos una vez al día y ustedes llegan tarde. Tendrá que esperar hasta mañana para comer —me informó con indiferencia.
Además de Alejandro y yo, otros trece inmigrantes ilegales esperaban para ser llevados a Chicago. Todos ocupábamos una habitación sin muebles. Casi todos dormían sobre el suelo de cemento cuando llegamos. Gracias al rayo de luz que entraba por una pequeña ventana cubierta con papel aluminio, vi a una niña adolescente de largos cabellos negros que yacía en posición fetal. Vestía unos jeans y un suéter de color oscuro, miraba fijamente al frente desaprovechando la oscuridad para dormir.
—¿Qué le sucede? —pregunté a una mujer que se presentó como Consuelo Márquez.
—La violaron antes de cruzar el río ayer —me susurró—. No ha querido comer ni pronunciar palabra desde que llegamos acá.
La niña formaba parte del grupo de Consuelo que había atravesado el río el día anterior. La pequeña de catorce años viajaba sola. Cuando estaban en el río, José y otro contrabandista habían apartado a ésta y otra joven del resto del grupo, convenciéndolas de que no necesitaban cruzar el río... que podrían cruzar la frontera por el puente internacional. Los dos contrabandistas intentaron llevarse también a una de las hijas de Consuelo pero ella les declaró que la familia no se separaría. Cruzarían todos juntos o no cruzaban.
Consuelo viajaba con sus cinco hijos. José Pedro de ocho años, Fabiola de seis, y sus tres hijas adolescentes: Hermelinda, Elia y Brinda. También estaba con ellas el reciente esposo de Brinda, Raúl. El esposo de Consuelo, Pedro Márquez, había contratado a los Medina por $550 por persona, $3.850 por la familia. Habían viajado más de veinticuatro horas en autobús desde Jerez, Zacatecas, para llegar a la ciudad fronteriza de Juárez. En el viaje en autobús habían oído muchas historias de contrabandistas aprovechándose de los inmigrantes en la frontera y sobre las palizas que daban los agentes americanos a los pollos que la cruzaban.
Tras llegar al Hotel El Correo, Consuelo le informó a la persona de la recepción que se dirigían a Chicago. Ella y su familia fueron llevadas a una habitación y se les ordenó esperar a José Medina. Todo había salido de acuerdo con el plan, excepto por la preocupante separación de las dos jóvenes en el río. Hacia la medianoche, una de las niñas se presentó en el refugio de los Medina en El Paso, desaliñada y llorando. Le dijo a Consuelo que la habían violado. La otra niña no formaba parte del grupo que iba a Chicago. La habían traído al escondite pero rápidamente la trasladaron a algún otro lugar.
Desafortunadamente no me encontraba en condiciones de investigar la acusación pero, si resultaba cierta, me prometí que ese canalla lo pagaría muy caro. Me dolía ver a esta niña joven y vulnerable sufriendo de esa manera, probablemente deseando tener cerca a su madre o padre para abrazarla y asegurarle que todo saldría bien, que estaba protegida. Este canalla había violado su ternura, su fe en la bondad de la humanidad, y nada me habría gustado más en ese momento que ir a la habitación contigua y darle una paliza que lo dejara sin vida.
Consuelo acomodó la cabeza de sus dos hijos menores en las mochilas. Los había vestido con sus mejores trajes domingueros para el gran viaje al norte. El niño estaba acurrucado contra su hermana Hermelinda. Vestía traje completo y pajarita, mientras Fabiola lucía un traje de holanes rosado. Esos eran sus trajes para reunirse con los parientes que los esperaban en Chicago.
Había otras familias viajando rumbo al norte. Tres primos de alrededor de veinte años, provenientes de una pequeña aldea al sur de Chihuahua, se usaban el uno al otro de almohada. Uno de ellos ya había realizado el cruce dos veces, pero ambas veces había sido deportado. Los otros dos hacían el viaje por primera vez.
Todos estábamos ansiosos de ponernos en camino, pero nuestros coyotes Medina estaban al mando. La sopa de frijol parecía más aguada cada mañana.
La patrulla fronteriza aun era un problema, aunque estábamos en Texas. Todas las mañanas, un contrabandista abandonaba el 5500 de Flower Street para reconocer un puesto de control de inmigración cercano. El puesto era ocupado esporádicamente y nuestro guía necesitaba que estuviera desierto para proceder. Los rumores decían que nuestro refugio estaba siendo vigilado por agentes, cosa que incrementaba la tensión. El rumor era cierto. Con frecuencia observé por la ventana y vi el automóvil de las autoridades estacionado en la sombra a una manzana de la casa. Supuse que no harían una redada, solo vigilaban la casa, porque sabían que yo me encontraba en una misión secreta y ellos eran mi respaldo. Con Gary habíamos afinado el plan y establecido nuestras señales antes de que yo partiera para Juárez.
El día antes de pasar a la clandestinidad, nos habíamos reunido con nuestros homólogos de la Unidad Anti-Contrabando de la Patrulla Fronteriza en El Paso. Les informamos sobre toda la operación y revisamos qué hacer en caso de que yo necesitara ayuda o respaldo. Los agentes ya tenían información sobre la familia Medina. Inclusive, tenían identificados a algunos de los operadores de los escondites, sabían dónde se almacenaban las cargas de inmigrantes ilegales o drogas, y conocían otros detalles sobre sus operaciones. Estábamos tan seguros de que todo estaba bajo control en El Paso que Gary se quedó en Chicago para coordinar la acción de desmantelamiento de la banda.
Sin que yo lo supiera, conflictos personales en la oficina de la Patrulla Fronteriza de El Paso interfirieron con los planes y yo no tenía respaldo. Sin importar la situación, la presencia de los agentes estaba retrasando nuestro viaje.
La actividad alrededor de la casa se incrementó realmente el tercer día. Los contrabandistas estaban tan ansiosos por partir como nosotros. Su operación dependía de una rápida rotación en El Paso. Sus clientes en Juárez se estaban retrasando y los Medina temían perder negocios ante sus rivales.
Cuando finalmente apareció nuestro medio de transporte, el corazón se me cayó a los pies. Un camión de alquiler, estacionado frente a la casa, nos llevaría hasta Chicago. Desde la bodega de carga, donde viajaríamos, no sabría hacia donde nos dirigíamos ni lo que sucedía en el exterior. Todos estaríamos a merced de nuestro conductor, Gonzalo Manzano. Gonzalo era otro immigrante ilegal, fiel empleado de los Medina. Se portaba realmente mal con los ilegales. Parecía tener unos veinte años y necesitaba con urgencia una rasurada. La punta de sus botas de vaquero sobresalía bajo sus andrajosos jeans.
No podía ver sus ojos, escondidos tras unas gafas de aviador, pero podía adivinar su pésimo humor. Guadalupe Medina nos acosaba para que nos formáramos ante la puerta del frente, listos para partir. Ella sabía que los agentes que vigilaban la casa notarían el camión, así que intentaba embarcarnos durante una tregua en la vigilancia. Le tenía sin cuidado si regresábamos a México o íbamos a Chicago... tan solo quería deshacerse de nosotros. Alrededor del medio día, Gonzalo estacionó el camión en el camino de entrada y comenzaron a cargarlo.
Gonzalo colocó un tablón entre la plataforma del camión y el suelo. La víctima de la violación, aun muy traumatizada, subió con ayuda de otros pollos y todos se acomodaron en la bodega. Yo quería estar en capacidad de identificar a los traficantes así que me entretuve antes de subir al camión, grabando en mi memoria los rostros de los coyotes. A uno de ellos no le causó gracia. Molesto y agresivo, me empujó por el tablón gritando:
—¿Qué hace hijo de la chingada? ¡Meta su trasero allá adentro y deje de estar echando ojo!
Perdí el equilibrio y me golpeé la cabeza contra el borde de la plataforma, quedando momentáneamente aturdido.
Me arrastré hacia la parte trasera sintiendo un profundo dolor en el cuello. Gonzalo lanzó una patada al último pollo y falló el golpe, dándole al camión. Me causó placer ver esa pequeña retribución a su crueldad, verlo saltar de dolor. Tuvo que abrirle un agujero a la bota para dar espacio a su dedo hinchado.
Una mujer de nuestro grupo que se rehusó a viajar en la bodega fue abandonada a su suerte y, finalmente, partimos: catorce inmigrantes y Gonzalo, nuestro conductor. Una unidad enviada como señuelo pocos minutos antes regresó para informar que los puestos de control de vehículos estaban desiertos y nos dio vía libre. La puerta trasera fue cerrada y asegurada, y partimos rumbo a Chicago.
Durante mucho tiempo viajamos en silencio, pensando que cualquier ruido significaba que nos habían descubierto. El camión traqueteaba y todos intentábamos acomodarnos, sabiendo que pasaríamos tres o cuatro días encerrados allí. Los traficantes no nos habían dado agua ni comida. La señora Medina incluso había confiscado un bloque de queso que los Márquez traían desde Zacatecas para dárselo a Pedro en Chicago. La herida resultado del golpe en mi cabeza era grande y dolorosa, contribuyendo a mi miseria. Eventualmente fue necesaria una cirugía, pero en el momento no podía hacer nada para aliviar el dolor.
Mis ojos se adaptaron lentamente a la oscuridad y vi a la adolescente sentada cerca de mí, llena de angustia. Cuando intenté consolarla, se alejó muy asustada. Siguió mirándome fijamente sin responder.
—Todo saldrá bien —le aseguré—. Tus parientes en Chicago te cuidarán.
Tomé mi mochila y la coloqué bajo su cuello. Cerró los ojos y pareció que se sentía segura por primera vez. Yo mismo moría de ansiedad. Mis reacciones estaban totalmente limitadas en el interior del camión. Recé para que llegáramos a nuestro destino sin que nadie resultara herido.
Yo admiraba la valentía de mis compañeros de viaje, especialmente el de la excepcionalmente valiente Fabiola a sus seis años y su hermano José Pedro. A pesar de las dificultades, eran amables y obedientes. Mantenían en sus regazos unos sombreros traídos de su tierra natal. Nadie se quejaba. El camión iba cargado de sueños de una nueva vida en Chicago. Esperaba que cuando el viaje terminara, algunas de estas desesperadas y humildes personas, cuyo único crimen era ingresar a nuestro país sin los documentos apropiados, encontraran formas legales para quedarse. Me costaba pensar en mi obligación de arrestarlos cuando llegara el momento.
Tres horas después de iniciar el viaje, el camión se detuvo de repente, dio marcha atrás y volvió a detenerse. Gonzalo abrió la puerta corrediza del camión dando paso a la brillante luz del sol. Cuando nuestros ojos se adaptaron, quedamos anonadados al descubrir que estábamos de regreso en el 5500 de Flower Street. Guadalupe Medina corría a toda velocidad hacia nosotros, gritando a Gonzalo:
—¿Qué diablos sucedió? —preguntó entre otros juramentos—. José acaba de llamar a decir que acababan de atravesar un puesto de control, pero no sabía dónde estaban ustedes. ¡¡¡No tienes los huevos para manejar!!!
—No habríamos podido pasar —respondió Gonzalo dócilmente—, tendremos que intentarlo otra vez mañana.
Guadalupe continuó gritándole al conductor, ignorando a los pasajeros de la bodega. Yo aproveché la oportunidad para adelantarme.
—Señora Guadalupe —le dije con calma— su conductor es un cobarde, pero yo estoy dispuesto a conducir el camión hasta Chicago sin cobrar. No tengo nada que perder. Por favor, deme la oportunidad.
—¿Ves Gonzalo? —exclamó bruscamente la señora Medina, mirándolo con furia— Hasta este pinche pollo ignorante puede ser mejor que tú. Él te ayudará cuando vuelvan a partir —con esas palabras, nos dejó y regresó a la casa.
Gonzalo estaba furioso.
—Quedamos pendientes baboso, después me encargaré de ti —me amenazó, pero yo no me quedé atrás.
—Ya sabes dónde encontrarme —le respondí.
Sabía que los Medina tomarían partido por su conductor... yo era prescindible. Pero tenía que aprovechar esa oportunidad para viajar en la cabina. José Rodríguez, el conductor del auto que reconocía la zona, regresó a la casa con un par de cajas de cerveza para los coyotes, y la carga de pollos fue encerrada de nuevo en la habitación. Desde nuestra fallida partida había llegado otro grupo, así que el espacio era muy escaso.
Todo el mundo se comportaba lo más amablemente posible. Mi grupo, admirándome por haber enfrentado a Gonzalo, me lanzaba miradas de aprobación. Muchos permanecimos despiertos conversando sobre nuestros viajes recientes y nuestras esperanzas para el futuro. La historia de Consuelo era tan memorable como valerosa.
Pedro Márquez, su marido, había comenzado a cruzar la frontera durante el programa Bracero, en la época en que los “braceros” —obreros no calificados— estaban autorizados a ingresar al país y trabajar en las cosechas de temporada de la frontera sur occidental para luego regresar a México al terminar la cosecha. El programa Bracero terminó en 1964. Pedro, al igual que otros muchos mexicanos, se quedó en el país ilegalmente debido a que cruzar la frontera antes y después de las cosechas se convirtió en algo imposiblemente costoso y peligroso. Eventualmente, se trasladó a Chicago y consiguió un empleo como aseador de vagones de carga en una compañía ferroviaria.
Enviaba dinero a Consuelo para mantener a sus nueve hijos en México. Cuando a la mayor de sus hijos, Irma, se le diagnosticó un problema cardiaco y se le informó que su expectativa de vida serían dieciocho años, Consuelo e Irma cruzaron la frontera ayudadas por traficantes. Cuando la enfermedad de Irma se estabilizó, Consuelo regresó a Zacatecas a cuidar del resto de sus hijos, quienes se habían quedado con parientes.
Pedro y Consuelo no deseaban que la familia se separara, así que Consuelo se dirigía con el resto de la familia a Chicago. También sabían que era solo cuestión de tiempo para que sus hijos decidieran aventurarse al norte y escapar de la nefasta pobreza en que vivían, sin oportunidad de recibir una educación ni opción de vivir decentemente. Pedro no había conseguido localizar a los mismos contrabandistas que habían llevado a su mujer e hija en el primer viaje, así que pidió referencias a otros mexicanos recién llegados. El nombre de los Medina surgía una y otra vez, y Pedro decidió llamarlos.
Contactó a José y éste le aseguró que cuidaría bien de su familia. La seguridad era importante para Pedro. Además de su esposa, viajarían cuatro de sus hijas y él había oído historias de contrabandistas que abusaban de las mujeres a lo largo del camino. Quería contrabandistas confiables, si es que existían.
Los Medina no eran confiables. Me sentía como si la seguridad de todo nuestro grupo dependiera de mí.
A la mañana siguiente encontré a Guadalupe Medina sola en la cocina preparando la sopa de frijoles del día. No estaba nada contenta de tener dos grupos allí... el doble de bocas para alimentar.
—Buenos días —la saludé en un tono especialmente amable—. Huele muy bien. ¿Le puedo ayudar en algo?
Me pidió que lavara los platos, agradeciendo la oportunidad de quejarse ante alguien nuevo. Mientras lavaba los platos, me explicó su dilema con Gonzalo.
—Ha estado trabajando con nosotros mucho tiempo y conozco a su familia —me explicó—. Es un cobarde, pero es leal y no puedo relegarlo y permitir que usted conduzca.
—Está bien. Solo quiero ayudar —le respondí—. No quiero quitarle el trabajo. Tan solo deseo llegar a Chicago y rápidamente.
No quería parecer excesivamente ansioso. Sabía que había mayores posibilidades de que Gonzalo buscara mi ayuda si era en sus propios términos.
Tras lavar los platos y ollas, regresé a la habitación para esperar el segundo intento de partida. Muy pronto, los encargados de reconocer los puestos de control comenzaron a gritar y arrearnos hacia el camión para aprovechar otro momento de relajación en la vigilancia fronteriza. Tomé de la cocina, sin preguntarle a nadie, cuatro recipientes de agua de un galón y los distribuí entre mis compañeros. Pregunté descaradamente a Gonzalo si debía acompañarlo en la cabina. Me respondió con un empujón tan fuerte que acabé en la bodega sin necesidad de usar el tablón. Me ubiqué en la parte trasera, cerca de la puerta, para poder escuchar cualquier conversación de último minuto entre los Medina y su conductor.
No estaba tan ansioso como el día anterior. Una vez más, nos acomodamos en nuestros lugares. Encontrarme nuevamente encerrado en la bodega de un camión de carga era desesperante, especialmente cuando el viaje anterior de tres horas no nos había llevado a ninguna parte. Teníamos que confiar en que esta vez avanzaríamos. Parecía que Gonzalo había decidido tomar una ruta local. El camión se detenía cada pocos minutos, como si se encontrara en una zona de mucho tráfico y semáforos. Posteriormente me enteré que Gonzalo se había perdido en El Paso al tratar de evitar posibles patrullas fronterizas, y le había tomado dos horas retornar a la autopista interestatal 10 y tomar la ruta a Nuevo México.
Después de tres o cuatro horas de viaje tranquilo, Gonzalo volvió a detener repentinamente el camión. Con un alarido, abrió la puerta trasera y me miró fijamente. Nos encontrábamos en un tramo rural de carretera en medio de la nada. Me ubiqué de manera que pudiera alcanzar mi pistola calibre .25 en caso de necesitarla.
—¡Órale güey, salte! —me ordenó. No sabía qué esperar—. Es su turno de conducir —gruñó para mi tranquilidad. Me indicó que lo siguiera. Salté al suelo antes de que volviera a cerrar la puerta de la bodega. Cuando me senté en el puesto del conductor, le pregunté dónde nos encontrábamos y en qué dirección viajábamos. Una vez más, estábamos perdidos... En algún punto, Gonzalo había tomado una carretera equivocada y ahora necesitábamos orientarnos.
—No hay problema —le dije mientras encendía el motor. Yo conocía el área pero Gonzalo consideró que mi sentido de ubicación era un golpe de suerte y, poco después, estábamos en la ruta correcta.
Desafortunadamente, aun nos encontrábamos en el lado incorrecto de un puesto de control fronterizo cerca a Alamogordo, Nuevo México. Al acercarnos al puesto, vi a los agentes colocando los conos de tráfico... muy pronto comenzarían a detener vehículos. Los pasé cautelosamente y no nos detuvieron. Una vez más, pensé que los agentes seguían mis movimientos y me protegían.
Ahora que conducía el camión me sentía más tranquilo. Me encontraba fantaseando con la idea de detenerme en un restaurante de carretera y llenarme de comida para recuperar los cinco kilos que había perdido en los últimos tres días, cuando vi en el retrovisor las luces intermitentes de una patrulla de policía del Estado de Nuevo México.
—¡Ya nos chingaron, estamos jodidos! —exclamó Gonzalo, agradecido de no estar al timón—. Diga que soy solo un pasajero y me aseguraré de que lo vuelvan a contratar como conductor. Si menciona a la señora Medina, sus hijos lo chingan.
Sabía que tendría que negociar con el oficial fuera del camión, así que salté a tierra y me dirigí hacia la patrulla. Asumí que el oficial no era consciente de que estaba interfiriendo en mi misión secreta o que sabía que lo estaba haciendo y buscaba discretamente establecer contacto conmigo.
—¡Deténgase donde está! ¡NO SE MUEVA! —gritó el patrullero cuando me acercaba. Agradecí lo que consideré era todo un acto teatral pero no podía responderle en inglés pues aun me encontraba muy cerca de Gonzalo. Mi aspecto descuidado y mal olor no contribuirían a que me creyera. Yo tampoco me habría creído.
El oficial desabrochó su pistolera y yo levanté los brazos para que viera que no portaba nada amenazador. Me acerqué lentamente para discutir la situación con él en privado. En voz baja le informé que era agente del Servicio de Inmigración y Naturalización, pero o no me oyó o no me creyó.
—¡Abra la bodega del camión! —me ordenó. Cuando no respondí, se dirigió a la puerta trasera y tomó el picaporte.
—Usted no quiere hacer eso —le advertí. Giró hacia mí con gesto de incredulidad, tomando una posición defensiva con la mano en su arma. El patrullero no estaba acostumbrado a toparse con mexicanos que hablaran inglés perfectamente, mucho menos con mexicanos que le dieran órdenes. Solicitó refuerzos por el radioteléfono sin quitarme los ojos de encima.
Decidí que mi mejor opción era sentarme en el asiento trasero de la patrulla, dejando la puerta abierta. El policía la cerró con fuerza antes de sentarse en el asiento del frente. Cuando tomaba el radio para contactar la central de policía, me dirigí a él por el nombre que lucía en su placa:
—Oficial Skinner, soy un agente federal en una misión secreta. Llevo una carga de ilegales en ese camión. Es una operación legítima y le ruego que nos permita proseguir el viaje.
—Si es un agente, ¿podrá explicarme por qué hay una alerta de seguridad sobre su camión, expedida en El Paso? —respondió.
Me agarró totalmente por sorpresa. Había asumido que la Patrulla Fronteriza de El Paso nos había dado paso, y ahora comprendí con desazón que este policía no era parte de mi grupo de protección. Estaba muy enfadado. Me encontraba en una peligrosa misión secreta y nadie, nadie sabía dónde estaba. Skinner aceptó sin discutir que el camión llevaba una carga de inmigrantes ilegales pero, en cuanto a mi papel, consideró que era un asqueroso coyote inventando una novela para salvar el pellejo.
—La semana pasada, otro mezzzzicano intentó lo mismo durante un control de narcóticos —me informó.
—Central, envíe unidades de apoyo para colaborar con un cargamento de ilegales y un sospechoso ya en custodia —oí que decía por encima de la estática de su radio. Luego, comenzó a llenar su informe, registrando la hora y las circunstancias de la detención.
—Oficial Skinner —continué —si yo fuera un verdadero criminal, podría haberle puesto un tiro en la nuca.
No me agradaba hacerlo sentir tan vulnerable pero no me quedaban muchas opciones. Él había omitido esposarme, un procedimiento estándar antes de permitir a un sospechoso subir a una patrulla.
Le entregué mi pequeña pistola como gesto de buena fe y le prometí que una simple llamada le permitiría comprobar mi historia. Skinner volvió a llamar a la central, pospuso el envío de patrullas de apoyo y transmitió el número que saqué de mi billetera —un contacto del sector de El Paso. Para mi horror, el desgraciado me había dado un número fuera de servicio y la llamada no tuvo éxito. Le di otro contacto, el de un oficial de la central de la Patrulla Fronteriza que podría o no recordar mi nombre e identidad. Esta vez el número funcionó y el oficial Skinner me devolvió mi pistola y abrió la puerta sin decir palabra. ¡Qué imbécil, al menos podría haberme deseado suerte! Sé que yo lo habría hecho si me hubiese topado con una agente secreto en una misión tan peligrosa.
Aunque me sentía increíblemente aliviado, aun tenía la tarea de explicarle la escena a Gonzalo. Regresé al asiento del conductor buscando una historia convincente. Gonzalo había estado siguiendo con incredulidad mis movimientos por el espejo retrovisor. Tomé mi lugar y puse el camión en marcha sin decir palabra. Cuando Gonzalo estuvo seguro de que no nos detendrían otra vez, me preguntó qué había sucedido.
—Fue fácil —le dije—: le entregué mis últimos cien dólares y espero que ustedes me los devuelvan cuando lleguemos a Chicago. —Gonzalo murmuró que pensaba que los policías corruptos se encontraban solo en México y aceptó la deuda sin pensarlo más. Viajamos en silencio más de una hora.
Nos detuvimos en un área de descanso en Tularosa, Nuevo México, para cambiar de conductor y reabastecer de combustible. Yo puse gasolina mientras Gonzalo iba a la tienda. En su ausencia, revisé a los pasajeros de la bodega. Estaban hambrientos pero cómodos, y les prometí que de alguna manera les conseguiría alimentos cuando anocheciera. Permitir que viajaran hasta Chicago en tan deplorables condiciones no era fácil para mí. Realmente me caían bien. Yo iba tras los coyotes y sus jefes, pero tenía que recordar que los pollos también estaban infringiendo la ley. Traté de consolarme con la idea de que me encargaría lo mejor posible de su bienestar hasta que llegáramos a Chicago.
Gonzalo regresó de la tienda con un paquete de seis cervezas y patatas fritas, y tomó el lugar del conductor. Avanzamos lentamente y yo consumí sin reparos varias cervezas. Ahora era el copiloto y prefería que él no condujera con seis cervezas en su organismo.
Me quedé dormido y desperté varias veces en las siguientes horas, mientras Gonzalo me aseguraba que no necesitaba que lo relevara. En medio de la noche me desperté para encontrarme con la nieve que golpeaba el parabrisas. Una señal iluminada por las luces del camión indicaba que nos encontrábamos a cien millas de Amarillo, Texas. Eran las tres de la mañana, llevábamos más de quince horas en la carretera y aun no llegábamos a Amarillo. No sentía frío en la cabina, pero la bodega de carga no tenía calefacción.
—¿Dónde estamos? —pregunté a Gonzalo. Su mirada vacía me lo dijo todo. La nevada se intensificó hasta que la visibilidad fue casi nula, el combustible escaseaba y estábamos perdidos. Gonzalo explicó que había abandonado la I–40 para buscar un área de descanso y se había mantenido en carreteras secundarias pensando que tendrían mejores áreas de servicio. Encendí el radio y descubrí que nos encontrábamos en medio de la peor tormenta de nieve en los últimos cincuenta años. Tomé el puesto del conductor nuevamente y, cuando imaginaba el camión lleno de personas inocentes volcado en una cuneta y sin combustible por culpa de la tormenta, descubrí una tienda rural en medio de la nada.
Para mi sorpresa, se encontraba abierta y sus luces lo confirmaban. Le dije a Gonzalo que teníamos que permitir que los pasajeros se calentaran pero él no tenía compasión.
—¡Que se jodan! —gruñó—. Descubra dónde estamos, consiga combustible y nos vamos.
Estacioné al lado de las bombas de combustible y dejé que Gonzalo se encargara de eso mientras yo entraba a la tienda y compraba cuatro cobijas. Las lancé rápidamente en la parte trasera del camión para evitar que la tormenta acabara con el poco calor logrado por los cuerpos de los pasajeros. El grupo se encontraba con frío, exhausto y muy incómodo. Llevaban dos días dando tumbos en la bodega del camión y sin calefacción. La temperatura allí era tan solo un poco más alta que en el exterior, que estaba en 22 grados.
Alejandro y otro joven se encontraban en el extremo cercano a la puerta, la zona más fría, sabiendo que estaban en mejor condición física. Todos aguantaban el viaje a pesar de las condiciones inhumanas. No habían podido estirar los músculos o utilizar un cuarto de baño. Por ningún motivo se les permitía abandonar el camión y habían recurrido a los envases de agua vacíos para orinar. Para mantener el calor, llevaban encima toda la ropa que tenían.
Continué como conductor y logré regresar a la I-40 gracias a las indicaciones que me dieron en la tienda. Poco a poco la tormenta amainó y las condiciones mejoraron. El camión continuó su viaje hacia Oklahoma mientras Gonzalo roncaba a mi lado.
Al amanecer nos acercábamos a Oklahoma City por la Autopista de Oklahoma. En cierto punto, una patrulla de Fronteras nos siguió durante treinta minutos a partir de un peaje, pero nunca nos interceptó y eventualmente la perdimos de vista. Cuando finalmente pasamos Tulsa, comencé a pensar en la necesidad de planear con Gary el final del juego pero, para ello, necesitaba un teléfono público. Gonzalo se rehusó a dejarme abandonar el camión para hacer una llamada o echar un vistazo a los pasajeros en la bodega. Con crueldad me espetó:
—¡Me importa madre si alguno allá atrás está muerto! No hay nada que pueda hacer.
Me sentí asqueado por esta sabandija pero, lógicamente, no podía rebelarme. Equivaldría a arriesgar las vidas de todos los pasajeros. Ya me las pagaría cuando los arrestáramos.
Varias horas después nos detuvimos en una gasolinera al norte de Springfield, Misuri. Corrí al retrete sin esperar la autorización de Gonzalo. Escondido en un cubículo, saqué una servilleta de papel que había recogido en el mostrador de comidas de nuestra última parada y el lápiz de mi bolsillo para escribir el número de teléfono de mi casa y un mensaje para mi esposa, quien muy probablemente estaría en casa con nuestros dos hijos:
Terrie, estamos en Misuri. Por favor, dile a Gary que llegaremos alrededor de medianoche el 21 de noviembre a la gasolinera Standard en Joliet, donde concluimos el caso de Arizona. Ahí mismo podremos tumbar la carga.
Sin perder de vista a Gonzalo, esperé hasta que el empleado del mostrador estuviera solo. Le susurré que era un agente federal y necesitaba su ayuda. Le entregué la nota, rogándole que transmitiera el mensaje a mi esposa. No me creyó, probablemente debido a mi desaliñado aspecto y pésimo olor.
El empleado me amenazó con llamar a la policía pero, a pesar de ello, escondió mi nota cuando se acercó Gonzalo —seguramente guiado por mi mirada de desesperación. Si hacía la llamada o no, estaba más allá de mi control.
Regresé al camión antes que Gonzalo y me apropié del asiento del conductor. Estar al volante era esencial para mi plan, incluso si Gary no recibía el mensaje con mis instrucciones. Si no asumía el control ahora, terminaría en el escondite de los Medina en Chicago y sin refuerzos. Sabía que Terrie debía estar enferma de angustia sin saber cómo y en dónde me encontraba. Siempre se preocupaba cuando trabajaba en misiones secretas y hacía ya seis días que no sabía de mí.
La carretera a lo largo de Misuri parecía no tener fin. Gonzalo dormía a ratos y ocasionalmente se ofrecía a conducir. Durante una de las pocas conversaciones que mantuvimos, me contó que planeaba quedarse con la joven uno o dos días para abusar de ella antes de que se comunicara con sus parientes. Quedó desconcertado cuando le dije que no sucedería nada por el estilo. Nuestra lucha por el poder se intensificaba pero yo estaba harto del canalla y no podía aguantarlo más. Al atardecer cruzamos la frontera estatal de Illinois. Los pasajeros llevaban casi treinta y seis horrendas horas sin comida, ejercicio, servicios o agua —a excepción de los cuatro galones que yo había tomado en El Paso. Estacioné el camión en una estación de servicio con un restaurante en una de las salidas, le indiqué a Gonzalo que se encargara del combustible y ordené a un cocinero de 130 kilos de peso:
—Quiero diecinueve hamburguesas con papas fritas, diecisiete chocolates calientes y dos cafés, para llevar.
Ya no me importaba lo que pensara Gonzalo. Regresé al camión, abrí la puerta corrediza y repartí la comida. A excepción de un hombre que sufría de congelamiento, todos parecían estar en condiciones aceptables de salud. A pesar de su estado, el hombre quería continuar hasta Chicago sin recibir atención médica. Invité a quien quisiera estirar las piernas y dar una vuelta en el exterior a que lo hicieran pero nadie aceptó. Todos temían ser reportados o abandonados. Aceptaron la comida amablemente e insistieron en que continuáramos el viaje, especialmente cuando les informé que estábamos a pocas horas de Chicago.
Gonzalo me tomó por sorpresa cuando le ordenó a la joven que abandonara la bodega y subiera a la cabina. La niña, sentada entre Gonzalo y yo, estaba aterrada de ambos. No respondió a ninguna de las burdas insinuaciones de Gonzalo y, cuando él la tomó por la barbilla para obligarla a mirarlo, le exigí que se detuviera. Por fortuna, obedeció y no la molestó más.
Continuamos nuestro viaje en silencio, con el tiempo pasando cada vez más lentamente a medida que nos acercábamos a nuestro destino. Mi cálculo de la hora de llegada había sido perfecto. Diez minutos antes de medianoche nos acercamos a la salida para la estación Standard donde, ojalá, Gary estaría esperando con un equipo de respaldo. Habíamos usado esa gasolinera anteriormente para cerrar un caso de Arizona en el que unos contrabandistas habían transportado un grupo de mexicanos en una casa rodante. En aquella ocasión la estación nos había sido muy útil y yo esperaba que esta vez las cosas se dieran de la misma manera.
Cuando disminuí la velocidad para tomar la salida, Gonzalo comenzó a preocuparse.
—Sigue güey —me exigió—. Podemos llegar a Chicago sin problema con la gasolina que tenemos. —Hice caso omiso a sus palabras y me dirigí hacia la estación de servicio, estacioné el camión lejos de las bombas de gasolina. Gonzalo comenzaba a sospechar.
Extraje las llaves del camión y descendí sin saber qué esperar. Para mi inmensa satisfacción, Gary y varios agentes más nos estaban esperando. El empleado del restaurante se había comunicado con mi esposa y ella había llamado a Gary. Gary, los otros agentes y yo decidimos rápidamente los detalles del resto de la operación y yo regresé al camión con nuevas energías.
—Ahora es dónde. ¡Bájate cabron! —le ordené a Gonzalo.
Sin dudarlo, Gonzalo saltó del camión, los puños listos. Le lancé un golpe directo a la mandíbula que lo dejó estirado en el pavimento. Cuando se levantó, logré pisarle el dedo herido. Seguía pegando alaridos cuando lo arresté. La jovencita no podía creer lo que estaba viendo. Con las autoridades presentes en la escena, su ya espantoso viaje terminaba en otra pesadilla. Traté de tranquilizarla pero, desde su punto de vista, yo era ahora su enemigo. Aunque nuestra operación exigía que continuáramos el viaje en el camión hasta el escondite de los Medina en Chicago, la hice descender de la cabina y la trasladé al automóvil de los agentes, con la esperanza de evitarle más traumas.
Registramos a Gonzalo y encontramos un pequeño cuaderno con muchos de los teléfonos de los Medina, incluyendo uno de Chicago. Marqué el número desde un teléfono público de la estación, con la esperanza de que me respondiera alguien en el escondite.
—¿Dónde diablos se metieron y dónde está el baboso Gonzalo? —preguntó un hombre furioso al otro lado de la línea. Le expliqué que existía el riesgo de que nos atraparan, que Gonzalo estaba atareado con la carga y que yo era el copiloto y necesitaba que me diera la dirección e indicaciones rápidamente; estábamos rodeados de policías. Él aceptó y me explicó que nos tomaría aproximadamente una hora llegar desde donde estábamos y que nos aseguráramos de que no nos siguieran.
Gary y yo acordamos no informar a los pasajeros la situación. Abrí la puerta con la excusa de informarles que nos encontrábamos a tan solo una hora del destino y me pareció que nadie había notado la conmoción producida con Gonzalo. Eran pacientes y controlados; esperaban tranquilos el tramo final.
El recorrido hasta el escondite me pareció muy breve. Muy pronto me encontré en un callejón en la zona sur de Chicago. Ahora tenía un radioteléfono, así que podía comunicarme con Gary y el resto del equipo. El hombre que respondió mi llamada telefónica me había informado que el apartamento estaba en el segundo piso de un edificio de tres pisos, y que debía entrar por el callejón hasta la puerta trasera. Debido a la hora, no se veía a nadie en las calles del lóbrego vecindario; las rejas corredizas de las tiendas —llenas de grafitis— estaban cerradas y aseguradas.
Al llamar a la puerta trasera del apartamento del segundo piso, me abrió un mexicano de mediana edad, con un bigote poblado y una panza de cervecero sobresaliendo bajo una camiseta blanca sucia. Era el mismo que había contestado al teléfono.
—¿Dónde está el pinche Gonzalo? —volvió a preguntarme.
La puerta de la bodega del camión había sido abierta para permitir a los pasajeros seguirme hasta el segundo piso. Les dije que esperaran unos pocos minutos mientras subía y me abrían el apartamento. Siguiendo mis instrucciones, comenzaron a subir y el mandamás no tuvo más opción que dejarnos entrar. Su prioridad ahora era recoger los pagos de los inmigrantes ilegales y despacharlos a sus familias eficientemente, pero la situación seguía siendo muy tensa. Los otros traficantes que estaban en la casa tampoco se sentían tranquilos con la ausencia de Gonzalo.
Me preocupaba menos que pensaran que era un agente federal a que resolvieran que era un traficante perteneciente a otro sindicato robándoles su cargamento. Antes de que la situación se complicara más, saqué el arma que me había entregado uno de los agentes en la estación de servicio y grité:
—Están todos arrestados. ¡Al suelo! —ordené. Aun si mi presencia allí no era oficial, mi arma era suficientemente convincente. Llamé a mis oficiales de refuerzo que esperaban en las sombras del callejón.
Llevamos nuevamente al camión a las personas que habían viajado conmigo más de 2.400 kilómetros, desde el desierto en El Paso hasta los oscuros callejones del sur de Chicago, para poder trasladarlos al edificio federal en el centro de la ciudad para procesarlos. Fui testigo de su sufrimiento desde una perspectiva que ningún otro agente de inmigración estadounidense había visto y la difícil situación de los inmigrantes me impactó. No era muy reconfortante saber que todos ellos serían detenidos pero... la ley es la ley. La pobreza y desesperación llevaban a estas personas decentes a violar las leyes de inmigración de Estados Unidos que yo había jurado defender. Eso no me facilitaba las cosas. Todos los inmigrantes, que ahora eran testigos, estaban aterrados y confundidos. El hombre del congelamiento tuvo que ser hospitalizado.
Esa noche arrestamos a cuatro traficantes. Conseguimos órdenes de arresto para otros seis en El Paso, incluyendo a José y Guadalupe Medina. Desafortunadamente, José Medina no se encontraba en la casa de El Paso cuando los agentes notificaron la orden y no fue apresado. Los rumores decían que se había enterado de la orden y había huido a México. Tendría que tener paciencia, pero estaba seguro de que ese canalla y yo nos volveríamos a encontrar.
A lo largo de la misión secreta, yo sabía que mis derechos estaban protegidos por la Constitución de los Estados Unidos y que, cuando el trabajo terminara, regresaría a mi hogar y a mi familia. Es posible que mi vida haya estado en peligro pero mi libertad en los Estados Unidos estaba garantizada. Los pollos, por su parte, estaban abandonando su hogar para ir a un mundo desconocido. Arriesgaban ser explotados, discriminados, deportados y sus vidas mismas a cada momento. Eran ilegales y vulnerables, siempre en peligro, viviendo atemorizados en la tierra de sus sueños. El Río Grande fluía entre su desesperada pobreza y sus cautelosas esperanzas. Sin embargo, el problema era que sus estadías en los Estados Unidos iban contra la ley. Se hicieron los arreglos para que algunos de mis compañeros de viaje testificaran contra los Medina en el juicio. Las cortes federales exigían que los testigos permanecieran en Estados Unidos hasta que terminara el juicio. Obviamente, no podíamos mantenerlos a todos en custodia durante todo ese periodo, así que fueron puestos en libertad condicional y se les permitió reunirse con sus familias en Chicago. La bonita y vulnerable adolescente y Alejandro, quien cruzó el río conmigo, estaban entre ellos. Todos ellos tenían que presentarse una vez al mes y reportar su ubicación hasta que se llegara a una decisión final sobre su deportación a México.
La terrible experiencia desde la frontera hasta Chicago había sido angustiosa para todos nosotros. Mi juramento de hacer cumplir la ley y todas las responsabilidades relativas me había sido inculcado desde el primer día de mis doce semanas de entrenamiento en la Academia de la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos. Otra lección igualmente importante era controlar siempre nuestras emociones. Allí no hay medios tonos: si no apoyamos la ley, no estamos cumpliendo con nuestro juramento. A pesar de las duras condiciones y los maltratos que presencié durante nuestro viaje al norte, mis compañeros de viaje habían quebrantado la ley e ingresado ilegalmente al país. Se habían asociado a una conspiración con criminales para que los llevaran de contrabando hasta Chicago. Desde el comienzo hasta el final del caso, en mi mente no existió duda sobre lo que tenía que hacer y haría —arrestaría a todos los participantes.
En las etapas críticas de una misión secreta no caben las emociones. Mostrar debilidad o dudas en una operación da pie a situaciones que pueden rápidamente salirse de las manos. La seguridad de todos —los agentes, las víctimas, los testigos y los criminales— es la prioridad. Eso no quiere decir que yo sea inmune a los sufrimientos de otros.
Mi habilidad para mantenerme ecuánime y controlado durante una misión es el resultado de haber estudiado metódicamente la situación y de haber tenido en cuenta todas las posibilidades desde el principio hasta todas las posibles conclusiones. En mi mente había revisado muchas, muchas veces mi papel en la misión de Juárez a Chicago.
Tras una redada, siempre pasaba por un periodo de reflexión emocional. Después de todo, soy humano. Era frecuente que me reuniera con mis compañeros del servicio en un bar. Nuestros inflados egos necesitaban apoyo y nos encantaba reunirnos en un bar en el cual nuestros colegas estuviesen reunidos para recibirnos emocionados con palmaditas en la espalda.
—¿Viste la cara de ese desgraciado? —me dirían. Podía discutirlo entre aquellos que entendían. Con mis colegas podíamos condolernos por las dificultades emocionales de nuestro trabajo; era un grupo de apoyo. El trabajo en el tráfico de personas es diferente al del tráfico de drogas. Nosotros no podíamos simplemente etiquetar la evidencia y archivarla. El caso tenía que construirse cuidadosamente y los acusados tenían que ser juzgados. Nuestro rango de emociones era enorme, con altibajos, pero sin términos medios. Me consideraba la mejor persona del mundo pero, cuando trabajaba en esos casos, era un agente inconmovible. El trabajo era desgarrador pero nunca habría permitido que mis emociones tomaran el control.
Consuelo y sus hijos no me creyeron cuando les aseguré que serían liberados, así que quedaron gratamente sorprendidos cuando Pedro los recogió en la Oficina de Inmigración en Chicago. Habían aceptado testificar en contra de los Medina y, de hecho, fueron entrevistados numerosas veces por agentes federales y abogados del gobierno.
Los inmigrantes ilegales eran la materia prima del caso. Habían ingresado ilegalmente y, a su vez, eran los mejores testigos para describir todos los eventos y personas involucrados en su ingreso ilegal. En algunos casos, estos inmigrantes ilegales eran retenidos como testigos materiales pero seguían siendo elegibles para fianza. Al defenderse, los acusados tienen derecho a confrontar a sus acusadores. En los casos de tráfico de personas, los individuos ingresados ilegalmente tienen que estar disponibles para atestiguar y ser interrogados, así que no podíamos deportarlos inmediatamente.
Nuestras dos opciones eran tener a los testigos encerrados hasta que el caso concluyera y luego deportarlos de Estados Unidos, o permitirles fijar una fianza y salir libres. Si optábamos solamente por la primera opción, nuestras cárceles se llenarían rápidamente así que, en la mayoría de los casos, los testigos eran liberados con una fianza condicional siempre y cuando aceptaran presentarse cuando llegara la hora de dar testimonio. No eran considerados una amenaza para la comunidad y no era probable que se fugaran.
Con los niños la situación era más difícil. En este caso, no teníamos problema en liberar a la familia Márquez bajo fianza para que se reuniera con su padre. Aun hoy día, a los testigos que son inmigrantes ilegales se les permite pagar una fianza o ser liberados condicionalmente si su testimonio es necesario. De hecho, todos los sobrevivientes del incidente del Victoria fueron liberados y recibieron autorización para trabajar en Estados Unidos. No me sorprendería que la mayoría de ellos siga acá.
Aunque todos los pasajeros de nuestro caso se presentaron durante las diligencias judiciales contra los traficantes, finalmente solo Consuelo atestiguó. Los demás quedaron en manos de la Oficina de Deportaciones de la agencia. Se les dieron entradas de 18 a 24 meses y permiso para trabajar legalmente si eran mayores de dieciocho años. Al final, se les ordenó regresar voluntariamente a México o sus países de origen. Con frecuencia me pregunto cuántos de ellos realmente se devolvieron.
Gonzalo, Guadalupe y los arrestados posteriormente se declararon culpables de los cargos de contrabando. Manzano y la señora Medina fueron sentenciados a tres años cada uno por dos delitos graves y a pagar una multa de $2.000. Sin embargo, sus sentencias fueron suspendidas. Manzano fue deportado a México y Guadalupe Medina, ciudadana estadounidense, regresó a El Paso. Gary y yo quedamos frustrados de que la duración y peligros de nuestra misión secreta produjeran una bonanza de contrabandistas criminales pero con un impacto mínimo en el panorama general. Diez traficantes eran un gran golpe para la agencia. El problema era que las condenas por tráfico de ilegales no son tan severas como quisiéramos, probablemente ni siquiera lo suficientemente duras para disuadir a quienes acababan de caer de retornar al negocio tan pronto estuvieran libres. Desde el punto de vista del tratamiento totalmente infrahumano que daban a los inmigrantes en tránsito, como me constaba, esto era una farsa. Sin embargo, ese hecho no disminuyó nuestra satisfacción por el éxito de nuestra misión. Habíamos demostrado a los Medina que no eran tan intocables como se creían.
Product Details
- Publisher: Atria Books (June 19, 2012)
- Length: 304 pages
- ISBN13: 9781451666472
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“Una historia desgarradora sobre el orden público, a la vez aterradora y edificante”. —Kirkus Reviews
“El mundo de Hipólito Acosta ha sido uno de sombras y peligros rara vez imaginados por el americano promedio”. — Hugh Aynesworth, Washington Times
“Es una obra cuyas lecciones son oportunas y eternas”. —Ira Raphaelson, ex fiscal de Estados Unidos
“…es una clara refutación de aquellos que ven la inmigración ilegal como un crimen sin víctimas.”—Jeff Davidow, ex Embajador de los Estados Unidos en México
“Después de leerlo, usted nunca volverá a ver la inmigración de la misma forma”. —Tony Diaz, autor y fundador de Nuestra palabra: Latino Writers Having Their Say
“Hipólito nos revela las duras realidades que encuentran muchos inmigrantes indocumentados al intentar ingresar a Estados Unidos”. — José M. Hernández, ex astronauta de la NASA
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- Book Cover Image (jpg): El cazador de sombras Trade Paperback 9781451666472
- Author Photo (jpg): Hipolito Acosta Photograph by Michael D. Moore(0.1 MB)
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