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Table of Contents
About The Book
Antes de que todo se desmoronara, Hannah Rosenthal y sus padres tenían una vida encantadora. Su familia, una de las más distinguidas en los altos círculos sociales berlineses, era admirada por amigos y vecinos. Ahora en 1939, Berlín se ha teñido de los colores blanco, rojo y negro de una bandera que no reconocen como suya. Hannah se refugia con su mejor amigo, Leo Martin, en los callejones y parques de una ciudad que ya no los quiere. Los dos niños hacen un pacto: pase lo que pase, se prometen un futuro juntos.
Un rayo de esperanza les llega a los Rosenthal y los Martin: el Saint Louis, un enorme y lujoso trasatlántico partirá de Hamburgo a Cuba con más de novecientos refugiados judíos. En la medida que todos los pasajeros se van llenando de ilusión por el brillante futuro que les espera, el amor de Hannah y Leo florece entre juegos, bailes de disfraces y cenas exquisitas. Hasta que empiezan a llegar noticias funestas desde La Habana cuyo gobierno prohíbe al barco atracar en el puerto. El majestuoso navío, que parecía la única salvación para ellos, podría terminar convirtiéndose en su pena de muerte.
Siete décadas más tarde, en Nueva York, a punto de cumplir sus doce años, Anna Rosen recibe, procedente de Cuba, un misterioso sobre de Hannah, su tía abuela, a quien nunca conoció. En un intento por armar el rompecabezas del pasado de su familia, Anna y su madre deciden viajar a encontrarse con Hannah. Al entrelazar el dolor del pasado con los misterios del presente, revive la memoria de un apellido olvidado y, a su vez, les rinde honor a aquellos que amó y que trágicamente perdió.
Excerpt
Voy a cumplir doce años y ya lo he decidido: mataré a mis padres.
Me acuesto y espero que se duerman. Papá cerrará con llave todas las ventanas dobles, correrá las cortinas de terciopelo verde bronce y repetirá las mismas frases de cada noche después de la cena, que en los últimos días se ha convertido en un plato humeante de sopa desabrida.
—No hay nada más que hacer. Ya no podemos seguir aquí; tenemos que irnos.
Mamá comienza a gritarle. La voz se le quebranta mientras lo culpa y camina desesperada por toda la casa —el único espacio que conoce desde hace más de cuatro meses—, hasta que su cuerpo se agota, abraza a papá y deja de gemir.
Esperaré un par de horas. No puede haber resistencia. Papá está resignado, lo sé. Se dejará ir. Será más difícil con mamá, pero con los somníferos que toma, caerá en un sueño profundo, bañada en su esencia de jazmines y geranios. Cada día aumenta la dosis. Las últimas noches sus propios gritos la han despertado. Cuando corro a ver qué pasa, por la puerta entreabierta solo distingo a mamá desconsolada en los brazos de papá, como una niña que se recupera de una terrible pesadilla. Su peor pesadilla es estar despierta.
Mi llanto ya nadie lo escucha. Soy fuerte, dice papá. Puedo sobrevivir lo que me venga. Mamá, no: se está consumiendo de dolor.
Ella es ahora la bebé de una casa donde ya no entra la luz del día. Hace cuatro meses que llora todas las noches, desde que la ciudad se cubrió de cristales rotos y se impregnó de un olor a polvo, metal y humo que se ha hecho perenne.
Entonces comenzaron a planificar nuestra huida. Decidieron que abandonaríamos la casa donde nací, me sacaron de una escuela donde ya no me quieren y papá me regaló mi segunda cámara fotográfica.
—Para que dejes huellas, como el hilo de Ariadna para salir del laberinto —susurró.
Me atreví a pensar que lo mejor sería deshacerme de ellos.
Una posibilidad era diluirle aspirinas en la comida a papá, desaparecerle las pastillas de dormir a mamá. Ella no hubiera sobrevivido una semana.
El problema era la incertidumbre. No sabía qué cantidad de aspirinas debía consumir papá para sufrir una úlcera mortal, una hemorragia interna. O cuánto tiempo podría ella realmente estar sin dormir. Una variante sangrienta sería imposible: no puedo ver sangre; comienzo a sudar frío y me desmayo. Así que lo mejor será que terminen sus días por asfixia. Ahogarlos con una enorme almohada de plumas. Mamá ha dejado bien claro que su sueño siempre ha sido que la muerte la sorprenda mientras duerme. No me gustan las despedidas, me aclara mirándome a los ojos, y si no la atiendo me toma por el brazo y me sacude con las escasas fuerzas que le quedan.
Una noche me desperté sobresaltada, pensando que mi crimen se había consumado. Vi los cuerpos inertes de mis padres y no pude derramar una sola lágrima. Me sentí libre. Ya nadie podría obligarme a mudarme a un barrio sucio, a dejar mis libros, mis fotografías, a vivir con la zozobra de poder ser envenenada por mis propios padres.
Comencé a temblar. Grité “¡Papá!”, pero nadie vino a rescatarme. ¡Mamá! No había vuelta a atrás. En qué me había convertido. No sabía cómo deshacerme de sus cuerpos. ¿Cuánto tiempo durarían sin descomponerse?
Pensarán que fue un suicidio. Nadie lo dudaría: desde hace cuatro meses que no dejan de sufrir. Para los demás yo sería una huérfana; para mí, una asesina.
Mi crimen estaba registrado en el diccionario. Lo encontré. Qué palabra tan horrenda. Solo de pronunciarla me provocaba escalofríos: parricida. Traté de repetirla y no pude. Era una asesina.
Qué fácil es identificar mi delito, mi culpa, mi agonía. ¿Cómo llamar al que mata a sus hijos? Es un crimen tan atroz que no hay término para identificarlo en el diccionario: podrán salirse con la suya, y yo tendré que llevar el peso de la muerte y una palabra nauseabunda sobre mis espaldas. Uno puede matar a sus padres, a sus hermanos, pero no a sus hijos.
Doy vueltas por las habitaciones, que cada vez veo más pequeñas y oscuras, de una casa que pronto no será nuestra. Miro hacia el techo inalcanzable, atravieso los pasillos donde descansan las imágenes de una familia que ha ido desapareciendo. La luz de la lámpara de la biblioteca de papá, con su pantalla de cristal nevado, llega al pasillo donde me mantengo inmóvil, desorientada, y veo mis manos teñirse de dorado.
Abro los ojos, y sigo en la misma habitación, rodeada de libros gastados y muñecas con las que nunca jugaré. Cierro los ojos y presiento que falta poco para nuestra huida a bordo de un enorme trasatlántico, desde un puerto de este país al que nunca pertenecimos.
Al final, no los maté. No fue necesario. Mis padres cargaron con la culpa: me obligaron a lanzarme con ellos al abismo.
El olor de la casa se ha vuelto intolerable. No entiendo cómo mamá puede vivir entre estas paredes tapizadas de una seda verde musgo que traga la poca luz durante esta época del año. Es el olor del encierro.
Nos queda menos tiempo de vida. Lo sé, lo intuyo. Ya no pasaremos el verano en Berlín.
Mamá tiene los escaparates llenos de naftalina para preservar su presente, y ese olor punzante ha impregnado la casa. No sé qué quiere conservar, si todo lo vamos a perder.
—Hueles como las viejas de la Grosse Hamburger Strasse —me echa en cara Leo, mi único amigo. Solo él se atreve a mirarme de frente sin deseos de escupirme.
Desde que vino a casa con su padre, Herr Martin, Leo y yo nos hemos vuelto inseparables. Papá los invitó a cenar con nosotros a su regreso de un mes de reclusión, el día que se lo llevaron de la Universidad aquella noche terrible de noviembre y no supimos más de él hasta que lo liberaron.
Las primaveras en Berlín son frías y lluviosas. Hoy papá se fue temprano y no se llevó su abrigo. Las últimas veces que ha salido, no espera por el elevador y baja por la escalera que cruje a su paso, algo que a mí no me permiten hacer. No lo hace porque esté apurado: es que no quiere toparse con nadie del edificio. Las cinco familias que ocupan cada uno de los pisos bajo el nuestro, esperan nuestra partida. Los que eran amigos han dejado de serlo. Los que antes agradecían a papá o trataban de codearse con mamá y sus amigas, celebraban su buen gusto al vestir o pedían consejos de cómo combinar una cartera de color atrevido con unos zapatos a la moda, ahora nos desprecian y están a punto de denunciarnos.
En cuanto a mamá, pasa un día más sin salir. Todas las mañanas, al levantarse, se recoge la hermosa cabellera que sus amigas envidiaban cuando aparecía en el salón de té del Hotel Adlon, y se pone sus pendientes de rubíes. Papá la llama la Divina por la manera en que le fascina el cine, su único contacto con lo mundano. Nunca perdía un estreno de la verdadera Divina en el Palast.
—Ella es más alemana que nadie —insistía al hablar de la Divina, que en realidad era sueca. Pero en aquellos años el cine era mudo: a quién le importaba dónde había nacido la estrella.
—Nosotros la descubrimos. Siempre supimos que sería adorada. La celebramos antes que nadie, por eso fue que Hollywood se fijó en ella. Y en su primera película sonora habló en perfecto alemán: “Whisky — aber nicht zu knapp! ”.
A veces volvían del cine y mamá aún lloraba:
—Me encantan los finales tristes… en el cine —dejaba bien claro—. La comedia no se hizo para mí.
Se desvanecía en los brazos de papá, se llevaba una mano a la frente, con la otra sostenía la cola de seda de un vestido que caía en cascada, inclinaba la cabeza hacia atrás y comenzaba a hablar en francés.
—Armand, Armand… —repetía, lánguida y con un fuerte acento, como el de la Divina.
Y papá la llamaba “mi Camille”.
—Espère, mon ami, et sois bien certain d’une chose, c’est que, quoi qu’il arrive, ta Marguerite te restera —le respondía ella entre carcajadas—. Es que Dumas suena terrible en alemán.
Mamá ya no sale a ninguna parte.
—Demasiadas vidrieras rotas —es su pretexto desde el terrible pogromo de noviembre.
Aquel día papá se quedó sin trabajo. Lo detuvieron en su oficina, se lo llevaron a la estación de la Grolmanstrasse, incomunicado por un delito que nunca entendimos. Allí compartió una celda sin ventanas con Herr Martin, el papá de Leo. Ahora se reúne con él a diario y mamá se preocupa aún más, como si estuvieran tramando una huida para la que ella aún no está lista.
En realidad, es el miedo lo que no le permite abandonar la que suponía su impenetrable fortaleza. Vive en un constante sobresalto. Antes visitaba el elegante salón del Hotel Kaiserhof, unas cuadras al sur, pero ahora lo frecuentan los que nos odian, los que se creen puros, aquellos a quienes Leo llama Ogros.
En una época, ella se vanagloriaba de Berlín. Si iba de compras a París, siempre se alojaba en el Ritz; y si acompañaba a papá a una conferencia o a un concierto en Viena, en el Imperial.
—Pero nosotros tenemos el Adlon, nuestro Gran Hotel en la Unter den Linden. La Divina se hospedó allí y lo inmortalizó en el cine.
Ahora, se asoma a la ventana e intenta encontrar una explicación a lo que le sucede. Dónde quedaron sus años felices. A qué ha sido condenada, y por qué. Siente que paga culpas de otros: de sus padres, de sus abuelos, de cada uno de sus ancestros por los siglos de los siglos.
—Soy alemana, Hannah. Soy una Strauss. Soy Alma Strauss. ¿Acaso no es suficiente, Hannah? —y me lo repite un día en alemán, otro en español, otro en inglés, otro en francés. Como si alguien la estuviera escuchando, como para que quedara bien claro su mensaje en cada uno de los idiomas que conoce a la perfección.
Quedé en encontrarme con Leo para ir a tomar fotografías. Nos citamos todas las tardes en el café de Frau Falkenhorst, en el patio interior del Hackesche Höfe. Siempre que nos ve, la dueña nos llama “bandidos” con una sonrisa, y eso nos gusta. Si uno de los dos tarda más de la cuenta, el primero en llegar ordena un chocolate caliente.
A veces nos citamos en el café de la salida de la estación Alexanderplatz, con estantes llenos de bombones envueltos en papel plateado. Cuando necesita verme con urgencia, Leo me espera en el puesto de periódicos cercano a mi edificio para evitar tropezarse con alguno de nuestros vecinos que, a pesar de ser también nuestros inquilinos, nos evitan.
Para no contradecir a los adultos, renuncio a las escaleras alfombradas cada vez más llenas de polvo y tomo el elevador, que se detiene en el tercer piso.
—Hola, Frau Hofmeister —digo, y le sonrío a Gretel, con quien he jugado toda la vida. Gretel está triste, hace poco perdió a su cachorro, blanco y hermoso. Qué pena me da.
Tenemos la misma edad, pero yo soy mucho más alta. La niña baja la mirada y Frau Hofmeister se atreve a decirle:
—Vamos por la escalera. ¿Cuándo se van a ir? Nos ponen a todos en una situación tan embarazosa…
Como si yo no escuchara, como si solo mi sombra estuviera encerrada en el elevador. Como si no existiera. Es lo que ella quiere, que no exista.
Los Dittmar, los Hartmann, los Brauer y los Schultes viven en nuestro edificio. Nosotros se lo alquilamos. Le pertenece a mamá desde antes que naciera. Son ellos los que tendrían que irse. No son de aquí. Nosotros sí. Somos más alemanes que ellos.
La puerta del elevador se cierra, comienza a bajar y veo aún los pies de Gretel.
—Gente sucia —escucho.
¿Entendí bien? Papá, quisiera saber qué hicieron ustedes para que tenga yo que cargar con esto. ¿Qué crimen cometimos? No estoy sucia, no quiero que me vean sucia. Salgo del elevador y me escondo debajo de la escalera para no encontrarme de nuevo con ellas.
Las veo salir, Gretel aún va cabizbaja. Mira hacia atrás, me busca, quizás quiere pedirme disculpas, pero su madre la empuja.
—¿Qué miras? —le grita.
De vuelta a casa, corro por las escaleras, haciendo ruido y llorando. Sí, llorando de rabia, de impotencia, de no poder decirle a Frau Hofmeister que ella está más sucia que yo. Si le molestamos, que se vaya del edificio, que es nuestro edificio. Quiero dar golpes contra las paredes, romper la valiosa cámara que papá me regaló. Entro a la casa y mamá no entiende por qué estoy furiosa.
—¡Hannah! ¡Hannah! —me llama, pero prefiero ignorarla.
Entro al baño frío, doy un portazo y abro la ducha. Sigo llorando; o más bien quiero dejar de llorar y no puedo. Me meto con ropa y zapatos en la bañera esmaltada de blanco impecable, y mamá no cesa de llamarme hasta que finalmente me deja en paz. Solo oigo el ruido del agua casi hirviente caer sobre mí y dejo que penetre en mis ojos hasta hacerlos arder, en mis oídos, en mi nariz, en mi boca.
Comienzo a quitarme la ropa y los zapatos, ahora más pesados por el agua y por mi suciedad. Me enjabono, me unto las perfumadas sales de baño de mamá que me irritan la piel y comienzo a frotarme con una toalla blanca para quitarme el más mínimo rastro de impureza. Mi piel está roja, tan roja como si la fuera a perder. Pongo el agua más caliente aún, hasta que no resisto y al salir, me desplomo en el suelo de baldosas frías, blancas y negras.
Por suerte se me agotaron las lágrimas. Me seco, maltratando esta piel que no deseo y que ojalá comience a mudar después del calor al que la he sometido.
Frente al espejo nublado reviso cada poro: la cara, las manos, los pies, las orejas, todo, para ver si queda algún vestigio de impureza. Quisiera saber ahora quién es la que está sucia.
Me escondo, temblorosa, en una esquina. Me reduzco, me siento como un rollo de carne y hueso. Es ese el único refugio que encuentro. Al final, sé que por mucho que me bañe, que me queme la piel, me corte el cabello, me saque los ojos, me quede sorda, me vista, hable o me llame diferente, siempre me verán sucia.
No sería mala idea llamar a la puerta de la distinguida Frau Hofmeister, le diré que me revise, que vea que no tengo ni una minúscula mancha en la piel, que no es necesario que aleje a Gretel de mí, que no soy una mala influencia para su niña, tan rubia, perfecta e inmaculada como yo.
Voy a mi cuarto y me visto de blanco y rosa, lo más puro que encuentro en mi armario. Busco a mamá y la abrazo porque sé que ella me entiende, pero ella se queda en casa, sin confrontar a nadie. Ha creado una coraza en su habitación, protegida a su vez por las gruesas columnas del apartamento, dentro de un edificio de enormes bloques y ventanas dobles.
Tengo que apurarme. Leo ya debe estar en la estación, yendo de un lugar a otro, saltando, esquivando a quienes corren para no perder el tren.
Al menos, sé que él me ve limpia.
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Hannah Rosenthal despertó una mañana en la primavera de 1939 y encontró que su vida de encantos y riquezas había sido completamente destrozada. Alemania estaba al borde de la guerra y lo único que podían hacer su amigo Leo y ella era depender el uno del otro.
La esperanza se enfocaba en el Saint Louis, un barco trasatlántico que ofrecía a los judíos un transporte seguro para salir de Alemania. Muy pronto, sin embargo, rumores ominosos procedentes de Cuba socavaron el frágil sentido de seguridad de los pasajeros. De un día para otro, el barco que una vez había surgido como su salvación se convirtió en su probable maldición.
Siete décadas más tarde, en la ciudad de Nueva York, Anna Rosen, una niña de doce años de edad, recibió un extraño paquete cuyo contenido conduciría a su madre y a ella en un viaje a La Habana para conocer la verdad acerca del trágico y misterioso pasado de su familia, y que le ayudaría a comprender finalmente su lugar y su propósito en el mundo.
TÓPICOS Y PREGUNTAS A DEBATIR
1. “Voy a cumplir doce años y ya lo he decidido: mataré a mis padres”. El libro comienza con una oscura escena en la que Hannah cree que la mejor salida de su situación es la muerte. ¿Por qué crees que se siente de esa manera? ¿En qué forma esta escena marca el tono del resto del libro?
2. Considera la reacción de Hannah al ser llamada “sucia” y luego su reacción al ser confundida con una niña aria y ver su foto en la cubierta de la revista Das Deutsch Mädel.
3. Cuando Alma subió a bordo del Saint Louis vestía su mejor atuendo y llevaba sus mejores joyas. ¿Por qué es tan importante para ella estar bien vestida al salir de Alemania? ¿Cuál es el mensaje que está tratando de enviar?
4. La gente elogia La niña alemana como “lectura obligada y oportuna”. Intercalados en la narración del viaje de Hannah en el Saint Louis aparecen telegramas y titulares de prensa que trasmiten tanto el clima político como la crisis de ese tiempo. ¿Cómo se comparan estos con los titulares y las crisis de hoy?
5. ¿Habías oído hablar de la tragedia del Saint Louis antes de leer este libro? ¿Cómo se habrían beneficiado aquellos refugiados del nivel de exposición actual en los medios sociales versus la cobertura periodística del tiempo?
6. ¿Por qué la familia de Hannah se siente traicionada por la participación de su hermano en la revolución cubana? ¿De qué manera es su experiencia similar a la de Berlín antes de abandonar Alemania hacia Cuba?
7. Existen muchos paralelos en La niña alemana. Entre ellos, la reacción de Alma e Ida al luto, obligando a sus hijas a asumir más responsabilidades a una edad joven. ¿Qué piensas de la insistencia de ambas en querer borrar el pasado para hacer el presente más soportable? ¿Ayuda realmente este mecanismo de lidiar con la realidad?
8. Compara a Hannah con Anna y establece un contraste en sus respectivas reacciones a las pérdidas. ¿Cómo las tragedias que los Rosenthal han vivido las unen y las afectan mutuamente?
9. Los 908 pasajeros a quienes no se les permitió desembarcar en Cuba —y que fueron más tarde igualmente rechazados por Estados Unidos y Canadá— encontraron refugio en Gran Bretaña (288), los Países Bajos (181), Bélgica (214) y Francia (224), antes de que todos, excepto aquellos aceptados por Gran Bretaña, fuesen reclamados por la guerra. ¿Qué piensas que les ocurrió a los pasajeros momentos antes de que desembarcaran en esos países? ¿Cómo piensas que la población local reaccionó a su llegada?
10. Hannah conserva la pequeña caja azul todos esos años sin jamás abrirla. ¿Por qué piensas que cumplió su promesa? ¿Qué esperabas que Hannah encontraría en la cajita azul?
11. ¿Qué representa Anna para la familia Rosen? ¿Por qué era importante para Anna encontrarse con Hannah y finamente dar por concluida la historia de la familia?
REALZA TU CLUB DE LECTORES
1. La niña alemana ha sido comparado con El ruiseñor, La lista de Schindler y La luz que no puedes ver. Lee esos títulos con tu club de lectores y compáralos con La niña alemana. ¿Existen temas similares que ocurren? ¿De qué maneras piensas que los libros se asemejan?
2. A través de Hannah y Anna el autor entrelaza los eventos de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), la revolución cubana (1959) y los ataques del 11 de septiembre (2001). Investiga esos tres eventos y períodos de tiempo. ¿Has considerado alguna vez cómo estos eventos se conectarían en otras formas? ¿Cuáles son las diferencias y similitudes entre estos momentos en la historia y los conflictos que los inspiraron o que ellos inspiraron?
3. Para más información sobre Armando Lucas Correa, lee las reseñas de La niña alemana y encuéntralo en su gira. Visita su página oficial en http://ww.armandolucascorrea.com/ y la página oficial del libro en http://thegermangirl.squarespace.com/.
Product Details
- Publisher: Atria/Primero Sueno Press (October 18, 2016)
- Length: 368 pages
- ISBN13: 9781501134449
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Raves and Reviews
"Con pudor y valentía Armando Lucas Correa ha entretejido la historia de varias vidas sumidas en el dolor y la fatalidad de los totalitarismos. Entre la Alemania de 1939, el Nueva York y la Cuba actuales, La niña alemana es un canto vital a la libertad, al amor y a la justicia. La infancia sometida al terror, el inevitable exilio, la búsqueda de la identidad, descritos a través de las miradas de dos mujeres que viven constantemente en la urgencia de la salvación, con un lenguaje preciso y respetuoso de las distintas épocas por las que se deslizan sus episodios. Historia y emoción se unen para vencer al olvido en uno de los más fascinantes y extraordinarios acontecimientos literarios de los últimos tiempos."
– Zoé Valdés autora de La mujer que llora
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- Book Cover Image (jpg): La niña alemana (The German Girl Spanish edition) Trade Paperback 9781501134449
- Author Photo (jpg): Armando Lucas Correa Ciro Guitérrez(0.1 MB)
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